Nacionalismo en tiempo de coronavirus: Carlos Cotón

Decía Fernando Savater en una entrevista, con la lucidez y la brillantez que le caracterizan, que el nacionalismo es el gran problema de España junto con la religión. Yo estoy de acuerdo, aunque añadiría, además, la Educación como otro de los problemas que tiene España. En todo caso, me centraré en analizar, desde mi humilde opinión, la primera de las cuestiones.

No les voy a descubrir a los amigos de S’ha Acabat! y a los lectores qué es el nacionalismo. Ellos mismos han sufrido en su propia piel las consecuencias de una ideología profundamente reaccionaria y excluyente. Pero sí creo que es interesante hablar, o al menos intentarlo, del nacionalismo en estos tiempos de coronavirus que, desgraciadamente, nos ha tocado vivir.

España y el mundo entero se han enfrentado a una pandemia totalmente devastadora. En nuestro país, según las cifras que va dando el Gobierno en función de diferentes criterios según el día, se han quedado por el camino alrededor de 30.000 españoles. Bien es cierto que algunas instituciones de prestigio e independientes del control del Ejecutivo han calculado que la cifra de fallecidos en España a causa de la COVID-19 podría ser considerablemente mayor.

Bien. Ante esta situación, con ciudadanos muriéndose día tras día por el dichoso virus y con una buena parte de la población infectada, podría pensarse que las ideologías quedarían en un segundo plano y los partidos políticos trabajarían todos a una para enfrentar la difícil coyuntura y sacar el país adelante. Eso, como estamos viendo, no está siendo del todo así. Ahora bien, en el caso del nacionalismo la situación es doblemente indecente. Desde el punto de vista político y desde el punto de vista moral.

Haciendo gala de la insaciabilidad que les caracteriza, los partidos nacionalistas han condicionado su apoyo al Gobierno en función del rédito y de los privilegios que pudieran obtener de este para sus territorios y para sus fines ideológicos. Así, sin ir más lejos, el PNV ha conseguido, entre otras cosas, gestionar la aplicación del Ingreso Mínimo Vital en el País Vasco y Navarra a diferencia del resto de Comunidades Autónomas y ERC, a cambio de una abstención en la última prórroga del estado de alarma, ha obtenido el compromiso del Gobierno de PSOE y Podemos para retomar lo que ellos llaman ‘la mesa del diálogo’. Esa mesa infame en la que el Gobierno de España se sienta con el Gobierno autonómico de Cataluña a negociar la ruptura del Estado democrático. Incluso Bildu ha obtenido contraprestaciones a cambio de apoyar, vía abstención, al Gobierno.

Así, mientras insisto, la sociedad fallecía y se contagiaba, el nacionalismo declinaba apartar por un instante su hoja de ruta y ahondaba, con el país sumido en una alarma constante, en esa idea antidemocrática que les caracteriza de que en España hay ciudadanos de primera (los suyos) y ciudadanos de segunda (el resto).

Claro, esto no es solo responsabilidad del nacionalismo. Al fin y al cabo, todos sabemos cómo es el nacionalismo y cómo se comportan los partidos nacionalistas. El problema, y por eso quizá tienen mayor responsabilidad en que se siga cavando la desigualdad entre ciudadanos por razón del territorio de España en el que viven, es de aquellos partidos que se dicen nacionales, que dicen defender la igualdad entre conciudadanos pero que luego terminan por ceder a las exigencias del nacionalismo.

No hay mayor error político que dejar la estabilidad democrática descansando en la voluntad del nacionalismo. Porque como ya he dicho, el nacionalismo es una ideología insaciable. No tiene límites y nunca los tendrá. Siempre querrá más. Y eso, desgraciadamente, es lo que ha pasado en España durante años aunque sea ahora cuándo más estamos pagando las consecuencias de esos pactos antinatura.

Y digo antinatura porque no tiene ningún sentido que autodenominados partidos nacionales sean capaces de ponerse de acuerdo, con suma facilidad, con partidos nacionalistas y, sin embargo, les sea imposible acordar entre sí. Acordar entre formaciones que comparten, o al menos eso dicen, algo esencial: que el futuro de España se sustenta en la unión política, cívica y territorial.

Algún día tendrá que abrirse, de forma sincera y decidida, el debate del actual modelo autonómico. El gran melón. Porque España no va a aguantar mucho más con este sistema en los términos en los que está formulado ahora. Hay que aclarar el actual desfase competencial que padecemos, regenerar las reglas de la democracia sin recurrir a atajos y tentaciones antisistema y reivindicar el concepto Nación como ese instrumento imprescindible en cualquier sociedad para garantizar la igualdad y los derechos de la ciudadanía.

El coronavirus nos ha mostrado hasta donde llega la miseria moral de unos, la cobardía política de otros y los complejos de todos ellos. Mientras tanto, aquellos que creemos que es posible una España a pesar del nacionalismo, hemos de seguir trabajando en ello. Cada uno desde la posición en la que se sienta más cómodo. Desde la política activa a través de la militancia partidista, desde el activismo y asociacionismo cívico o desde su propia condición de ciudadano. Porque esa España de ciudadanos libres e iguales en la que creemos no se construye sola.

Porque no siempre tiene que ganar el nacionalismo. Porque las causas justas hay que defenderlas hasta el final. Porque no hay nada más justo que defender la igualdad entre ciudadanos de un mismo país sin mirar dónde viven, qué lengua hablan o a qué partido votan.

Carlos Cotón