No es nuevo en España que los gobiernos aprueben tantas leyes de educación como legislaturas haya; la LOMLOE, conocida como Ley Celaá, será la octava en democracia. Sin embargo, hasta la fecha no se había producido un ataque tan frontal a los principios constitucionales en una ley de educación como se ha hecho en esta ocasión.
La nueva ley, anunciada hace meses y cuya tramitación parlamentaria comenzó durante el Estado de Alarma, no ha estado exenta de polémica. Los obstáculos a la concertada y la pretensión de eliminar la educación especial en el medio plazo no son más que intentos de satisfacer una agenda ideológica que no debería caber en las aulas de nuestro país. Otro punto importante ha sido el papel desempeñado por el Gobierno en la promoción de la mediocridad como camino a seguir en la etapa escolar. Medidas como conceder los títulos de ESO y Bachillerato sin límite de suspensos, así como fomentar la promoción de curso sin que los alumnos alcancen los conocimientos mínimos, no son dignas de una sociedad que debería aspirar al progreso y a la superación en todas sus generaciones.
Dicho esto, vamos con lo que nos ocupa hoy:
Esta semana conocíamos el nuevo paso que daba el Gobierno de España en su mercadeo de cesiones con sus socios de Esquerra Republicana de Cataluña. Hablo de la enmienda transaccional a la Ley de Educación presentada en conjunto por los grupos parlamentarios del Gobierno y ERC. Cabe preguntarse si debemos seguir llamando cesiones del Gobierno a iniciativas presentadas por el propio Gobierno, pues no es que apoyen una enmienda de ERC, sino que la presentan ellos, erigiéndose así en principales defensores activos de la medida. Tiene una lectura diferente.
En un nuevo intento de avanzar en su agenda rupturista, sorteando el título preliminar de la Constitución, la enmienda elimina la referencia al castellano como lengua oficial del Estado y suprime su actual consideración como lengua vehicular.
Sin entrar en el importante debate jurídico que rodea el asunto, y quedándonos en lo más lógico, es incomprensible que se pretenda expulsar de su lugar de origen al segundo idioma con más hablantes del mundo —más de 585 millones— porque suene facha en las mentes de quienes gobiernan Cataluña. Sin duda, es digna de estudio la obsesión de toda la maquinaria independentista por no comunicarse en esta lengua y por forzar políticamente su erradicación en Cataluña. Se trata de una actitud propia del nacionalismo más primigenio, que busca generar en la población por todas las vías posibles ese sentimiento de ajenidad por todo lo que rodee al “enemigo”. No es natural que se impida a generaciones enteras impartir y recibir clase en la lengua materna de la mayoría, por puros intereses secesionistas y rupturistas de sus gobernantes. Forzar esta correspondencia artificial de sus deseos con la realidad es un renglón más en la hoja de ruta separatista y, en definitiva, supone una enmienda a cualquier atisbo de racionalidad y lógica.
Es evidente que el proyecto de estos partidos de alejar todo lo que suene a español de Cataluña ha surtido efecto. A día de hoy, solo el 7% de los colegios emplea el castellano como lengua vehicular en alguna asignatura que no sea Lengua Castellana. Aunque a algunos les pueda parecer circunstancial o irrelevante, lo cierto es que la educación es uno de los pilares del procés catalán.
Volviendo a lo acontecido esta semana, hay que remarcar que tenemos a un partido cuyo líder está preso por delitos de rebelión y malversación, autor del golpe a la democracia española en 2017, decidiendo los puntos y comas de la Ley de Educación que se aplicará hasta en el último pueblo de una nación cuya existencia niegan. Por deseo expreso del Gobierno y los partidos que lo conforman.
Esperemos que llegue el momento en que estas personas tengan nula influencia en el desarrollo de la legislación española. Que llegue el día en que ambas lenguas convivan de forma natural. Que dejen de ser moneda de cambio y arma política para materializar la ruptura definitiva de una sociedad entera.
Javier García