Cataluña, que pudo serlo todo, se ha estancado en el anhelo de materializar el sueño independentista. Hasta hace poco, esta comunidad era conocida y reconocida por su espíritu solidario y cosmopolita, su prosperidad y la mentalidad abierta de sus gentes.
Esta misma tierra es la que gran parte de los catalanes y del resto de españoles ya no recuerda, no por omisión, sino porque las políticas autodestructivas impuestas por el gobierno autonómico la han transformado hasta dejarla irreconocible.
Guardamos en la memoria con cierta nostalgia esa Cataluña mestiza que durante las décadas de 1960 y 1970 acogió con los brazos abiertos a tantos inmigrantes del resto de España, tildados ahora de bestias taradas por el MHP de la Generalitat Quim Torra i Pla, que acudieron aquí en busca de un futuro digno, y que ayudaron tanto a esta tierra como esta les ayudó a ellos.
La actitud de que han hecho gala los sucesivos gobiernos de la Generalitat ha puesto contra las cuerdas a toda la población de Cataluña. Con su discurso nos han martilleado cada vez con menos disimulo el mantra excluyente de «o estás conmigo o contra mí». Porque a estos objetivos se consagra siempre el nacionalismo: crear enemigos, dividir a la sociedad en dos bandos y generar odios irreconciliables, todo ello poniendo las miras, sin importar las consecuencias, en un objetivo final, que es separar a Cataluña del resto de España en todos los aspectos imaginables, ya sea en lo cultural, lo geográfico, lo político o lo social.
Y es que, como decía el gran escritor vasco Pío Baroja, el carlismo se cura leyendo y el nacionalismo, viajando. Quedémonos con esto último, aunque admitamos que la frase entera es un acierto. El mejor remedio para que quienes abogan por el nacionalismo excluyente, ideología que ha enraizado de forma insidiosa en el pensamiento de gran parte de los catalanes en los últimos años, entren de una vez en razón es que conozcan al que desde su punto de vista es diferente.
Cabe preguntarse qué dirían nuestros padres y nuestros abuelos al ver el desmembramiento al que ha sido sometida la tierra que les acogió, tanto si nacieron en ella como si vinieron de fuera. Es el momento de que los jóvenes constitucionalistas alcemos la voz y pongamos toda nuestra convicción y nuestro esfuerzo sobre la mesa para devolver a Cataluña al lugar de donde nunca debió salir.
Aunque hoy por hoy parezca inconcebible que nos pongamos todos de acuerdo, los únicos que podemos ponerle fin a esta debacle nacionalista que ha precipitado a Cataluña hacia un abismo cuesta abajo y sin frenos somos los propios catalanes. Debemos rememorar los valores y principios en los que se basó el nacimiento de la Constitución de 1978, que no son otros que la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Si no se da un giro de 180 grados en la forma de gobernar esta tierra, fijando como punto de partida los valores anteriormente mencionados, seremos testigos de una Cataluña fallida.
Frente a las constantes desaires de la Generalitat, es imprescindible que los jóvenes reivindiquemos nuestros derechos con determinación y coraje cívico. Hagamos todo lo que esté en nuestra mano: ¡Se lo debemos a todos aquellos que lucharon por un Estado de derecho, democrático y social!
Sergi Torres