Hace tres años terminé mi etapa de Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Y no con pocas dificultades, uno estaba a otras cosas. Recuerdo que nunca pude estudiar en español porque en el país de Cervantes, Calderón de la Barca y Garcilaso de la Vega, alguien decidió que no era oportuno.
Nuestros gobernantes llevan años haciéndonos creer que lo diverso, lo plural y lo progresista es renunciar a lo que uno es y a lo que uno siente en favor de los delirios nacionalistas. Todo ello en nombre de un “consenso” que disfraza un intento de sumisión de todo lo que recuerde a España.
El argumento principal, usado por separatistas y “progresistas” de toda índole es “que el español ya se habla en la calle”. Detrás de esto, se oculta la verdadera intención de relegar nuestra lengua común al ámbito familiar o informal. Y no les falta razón.
La gente de a pie tenemos acceso al español en sus múltiples usos. Quienes parecen vivir ajenos a esa realidad son los trileros del Procés. Como Carles Puigdemont. En una entrevista para La Sexta nos deleitó con expresiones como “haiga”, “no hemos estado capaces” o “conduciera”. Ahí es nada.
El esperpento se torna mayor cuando quienes niegan la educación en su lengua materna a miles de alumnos, matriculan a sus vástagos en carísimos, elitistas, multilingües e internacionalísimos colegios privados. Mientras tanto, miles de escolares en España deberán mendigar en los tribunales cuando quieran recibir en español el 25% de sus horas de clase. Y por supuesto, estar dispuestos a sufrir el acoso y señalamiento que eso supone.
Lo que ocurre en nuestro país es una anomalía que no ocurre en ningún otro lugar del mundo. Es un atentado a la cultura censurar el idioma en el que tantos catalanes han creado obras que en unos años serán clásicos.
La lengua española es lo mejor que ha podido aportar España al mundo y los españoles tenemos el deber moral de lograr que a ningún otro niño, nunca, le sea negado el derecho a estudiar en su lengua.